jueves, 16 de junio de 2011

El placer de mecerse


Mecerse es rico. Mi abuelo, cuando se sienta en la mecedora a leer el periódico, empieza por carraspear, pero en vez de cantar zarandea las hojas, enderezando de un solo golpe todas esas rayitas, colores y cuadraditos que le hacen encoger de hombros, mirar extraviado o reirse, incluso todo a la vez. De pronto, sus arrugas se le agolpan en la boca y comienza a roncar. Ahí es cuando yo aprovecho para meterle un dedito en la oreja y echar a correr. Aunque siempre me alcanza.

Mi abuela, en cambio, aprovecha para mecerse cuando me levanta igual que a un trofeo después de haber exterminado juntas a la última hormiguita de la cocina. ¡Pobres hormiguitas! No tenían la culpa de mis zapatos nuevos. Ella, cuando quiere ver televisión en “sana paz”, aquellas cosas que por chiquita no puedo (como su pintura de uñas roja o sus collares bellos y la tierra de las matas) me dice: ¡mánonos! y viene y me lleva de la mano hacia la cama, me estampa un tetero en la boca y me mece dándome golpecitos en la espalda. Yo me voy, me voy resistiendo hasta que me apago, hasta que todo mi cuerpo se va de lado, y mi boca, casi lanzando un beso, se entreabre renunciando a chupar.

A mi papá creo que lo duermen igual que a mi. No puede estar de pie ni cinco minutos sin mecerse. Como un porfiado, se va hacia el frente, luego, con calma, se va hacia atrás, cuando por poquitico se cae, vuelve de nuevo hacia mi, luego, de nuevo, hacia allá. Finalmente su cabeza también cae a un lado y se duerme. Ahí dejo de llorar y lo dejo irse a descansar, aunque yo creo que, en realidad, se va a dormir.

Aquél día, volvíamos de la playa. Él llevaba sus shorts rojos brillantes a juego con el chevette. Yo, escondida del cansancio en sus brazos,  me despedía de la arena que no logró venirse con nosotros, y desde la quemada pecosa en su hombro lo escuché decir: ¡pobre morrocoy!

Dos o tres pasos después, lo vi.  Redondo, con sus cuatro patas hacia arriba, el morrocoy se mecía de un lado al otro, alargando el cuello, buscando ponerse cómodo; aquella peña se arrullaba para poder dormir, ¿qué tenía de malo un morrocoy con sueño? Yo también disfruto de una siesta pensé y, entrecerrando los ojos, fuimos perdiendo a aquél morrocoy y a esos dos señores que le rodeaban, tan preocupados de sus ollas, de la humedad, concentrados en invocar al fuego por medio de sus camisas y su baile bondadoso de pantalón arremangado, que no repararon en nosotros ni en la suplicante falta de almohada de aquél morrocoy. A lo lejos, sólo se le oía cantar.

N.C.U.C. 

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