martes, 12 de abril de 2011

Un héroe como yuri

Para la historia del hombre, el recuento de aquellos considerados admirables, sería infinito de no ser por el empeño humano en sobrevivir. Es en el instinto de supervivencia en el cual subyace la pérdida de la heroicidad, del coraje, de la unicidad, pues, programados para cometer errores, dejamos que la naturaleza se apodere de aquél momento irrepetible en el que ni siquiera las estrellas, o las supernovas, o los agujeros negros pudieron tocarnos y regresamos a la tierra sin entender, que con ello también nos resignábamos a despedirnos de la superhumanidad, si es que tal cosa pueda ser, de los astros y de la eternidad. Regresando a casa les recordamos a los demás que seguimos siendo iguales a ellos, peor aún, les demostramos que somos incapaces de vivir como el héroe que fuimos esa sola vez.

lunes, 11 de abril de 2011

Grafito #2


Grafito #2
Por: Nataly Urbáez

Al despuntar el sol, cada miembro de su hilera de lápices, todos de terso grafito #2,  estaba listo para rasgar una hoja. Tras afilar lápices, lo segundo que más disfrutaba era escucharse hablar, pues su voz, muy parecida al ruido sordo del sacapuntas eléctrico, despertaba para ocuparlo todo, era verdugo del sueño ajeno, preparándonos al mundo y a mí para un día más de él. El impulso para ponerse en pie le tomaba usualmente tres carraspeos de garganta, luego de alcanzar la victoria sobre la vejez, acertaba a dar unos pasos para dirigirse a desgastar lápices. Me asombraba la fascinación con la que penetraba el sacapuntas haciéndolos morir bajo sus dedos. Apreciaba en su rostro el goce pleno, mientras que en su voz se oían suspiros apaciguados por el accionar del sacapuntas. Vueltos viruta, aquellos trozos de carboncillo renunciaban a ser una novela, a convertirse en poema de amor, a transcribir la dirección de un nuevo amante. Lo único que él deseaba para todos nosotros era que, como lo hizo él,  renunciáramos para siempre a existir. Así fue que me acostumbró a despertar antes del amanecer.
Repetía hasta el hartazgo que había fracasado; a la vez, enumeraba publicaciones, reediciones, entrevistas en una retahíla casi religiosa que culminaría, si pudiera, en un sagrado “gracias por los premios recibidos”. Yo dejaba que su homilía me envenenara poque sufrirle me hacía feliz. No conocía nada fuera de él y aunque tuviera uñas anaranjadas por tanto fumar, era adicta a sus formas, a su delgado miembro que sacudía dentro de mí al finalizar cada cena, aquello siempre fue un intento de domesticarme pues su placer  estaba unido a mi derecho a comer. Cuando me hacía tragar se aclaraba la garganta, esta vez para hacerme entender que estaba bajo su control. Había dispuesto, además, que en nuestro reducido hogar de ventanas cerradas, mi mayor alegría fuera escucharlo hablando, gritando, o gimiendo. Consiguió que mi acto más heroico fuera suplicar un paseo nocturno, hasta la esquina, sin represiones a mi comportamiento sexualizado.
Un día me sacó de la cama y, sin comprender el por qué, aprendí a arremolinarme entre sus pies para mantenerme cerca sin molestarlo. Cuando pasó del acostumbrado ronquido al canturreo supe que algo había cambiado. Pronto se acabó la gran función: el abrebocas de la cena y mi condicionamiento habían perdido el encanto. Esto, en principio, acortó mis horas a su lado, aunque seguíamos compartiendo casa,  aunque su ausencia me alargara cada hora, la depresión terminó por hacerme dormir, incluso más allá del amanecer. Luego, el poder rastrearlo en cenizas viejas de cigarrillo, apoderarme de él entre camisas sucias o en una pantaleta extraviada que sabía aún a él, me hizo recobrar el apetito, las ganas.
A mí, que por mucho tiempo lo escuché decir que nunca había tenido una amante como yo, que sólo junto a mí había vuelto a pensar en volver a sus letras, que lo hacía feliz y que siempre estaríamos juntos, no fue su pérdida de interés la que me llevó a perder el control. Fue verlo alzar aquel lápiz y comenzar a escribir. Escribiendo no necesitaba de mí, en las palabras construía un mundo ajeno al que jamás me invitaría, un mundo de presentaciones, nuevos lectores, nuevas parejas, nuevos escuchas… Tendría que esperarle en casa, abandonarme en el balcón envuelta sólo por la espera de quien no vendrá. La primera vez que lo escuché correrme fue cuando empecé a entender. Yo también tenía hábitos molestos que lo alejaban de mí: una demandante necesidad de atención y mimo, la somnolencia, la belleza ausente por el tiempo y el mal comer. Aunque conociera cada uno de sus rasgos miserables, su necesidad de controlarlo todo ya su mundo no sería mío, estaba ahora lleno de otros perfumes.
Llegó el día en el que me puso de patitas en la calle. Deambulé hasta que el hambre me ganó la batalla y, rehusándome a volver, mendigué comida, dormí donde me agarró la noche, estuve expuesta a jaurías de otros como yo que abusaron de mí cuanto quisieron, pero seguí viva, aunque ya no me importara. Era eso en lo que él me había convertido, un receptáculo de humores, migajas, pulgas. Completamente negada a la idea de hacerme querer por otro, extrañando sus eventuales palmadas en la cabeza, decidí volver, arrastrarme si era lo necesario para que me aceptara en casa, para que de nuevo me abriera un espacio en su cama, para despertar con sus lápices amarillos, para dejarlo triturarme la vida apaciblemente, nublada, con la lengua pesada, repleta de él.
No me costó volver, dejé que el instinto me guiara en la locura de recordarle. La puerta de entrada lucia más grande que nunca, profunda, prohibida. Ya en las escaleras subí de un sólo golpe creyendo que el corazón me saldría por la boca, o peor, que la velocidad me haría aterrizar de golpe contra la pared, pensé que él estaría esperándome. Fantaseando me detuve en un escalón a esperar que el tiempo pasara, podía oirle en la cocina, escuchar su bamboleo de ollas viejas. Congelada, preferí ocultarme en el piso de arriba, luego, tras la portezuela del medidor de gas, guarida perfecta para aprovechar un descuido y llevando mi cuerpo al suyo recordarle que un día me quiso, recordarle que me regaló un collar de plata, jurarle que sería suya cuando él quisiera, que siempre le sería fiel y que perdonaría todo si me dejaba volver, porque eso era lo que yo más quería, perdonar.
Cuando la vecina salió a botar la basura, me colé hasta el balcón compartido.  Mi corazón podía escucharse en la distancia, la tristeza me quemaba los ojos. Escondida detrás de un mueble, sortée mi camino entre cajas de ropa y fui a parar a la habitación. Junto a la cómoda estaba aún el último suéter que me compró, sobre la cómoda: fotos recientemente enmarcadas, en el alféizar de la ventana sonreían retoños de flores, las ventanas estaban abiertas, se había acabado el olor a cigarro… Mientras me sentía caer, giré hacia el espejo y vi tan sólo a un despojo lloroso echado en el suelo. De una zancada me fui directo a su  mesa de escribir, derrumbé todo lo que estaba sobre ella: su portátil, sus manuscritos, sus libros, arremetí contra el maldito sacapuntas hasta que los primeros rastros de sangre me hicieron entender mi minusvalía, que su ruido, su misión y su importancia me superaban y que era otra la forma de obtener venganza.
Él creía que morder sus lápices le ayudaba a crear, yo sabía que le ayudaban a mentir. Delatada por el ruido me mantuve en cuatro patas, esperando lista para acabar con esta existencia sin dueño. Quería clavarle los lápices con la profundidad necesaria para dejarlo ciego, quería que después recordara los colores, que extrañara su colección de libros, quería que le gustara ser penetrado como tuve que aprenderlo yo. Quizás así se escucharía mejor a sí mismo, en su mundo interno del cual sería ahora un preso sin retorno. Quería que como yo, en lo único  en que pensara al amanecer fuera en sus lápices. Afilados, de madera astillada y mordida, de color amarillo gastado, pero al verlo de pie frente a mí, protegiendola con una silla, supe que el olvido había lavado en él mi recuerdo, que a mordidas jamás iba a poder hacerle entender cuánto deseaba servirle. Derrotada, dejé que me golpeara, que el choque de la silla contra mi sien me durmiera para siempre. Aullando me arrastré hasta la sala, mis esperanzas, si es que un perro puede tenerlas, estaban ahora puestas en el balcón.