sábado, 14 de julio de 2012

CUENTOS DE OBESOS


Hola, por estos lares ya todos me conocen, me llamo Nataly y soy gorda.

He sido gorda desde el Kynder y los insultos los he escuchado todos. Un gordo no puede aspirar a lo que un flaco, no puede saltar cuerda como los niños flacos, no puede jugar con los niños flacos pues éstos corren el riesgo de ser "aplastados" por el "tanquecito". Un niño gordo es para los demás una "cosa" muy parecida a Godzilla. Y a mi, que me hubiera gustado ser otra cosa, quizás una mona multicolor, me tuve que conformar con ser un monstruo verde. Así que me hice amiga de otros pequeños "monstruos" y superé, no sin rasguños, la educación básica y el bachillerato.

Llegué a la Universidad, Escuela de Estudios Políticos para más señas, pensando que en ese lugar ya no sería un monstruo, pero me equivoqué. Todavía algunos de mis compañeros veían las escamas que me quedaban del desarrollo; podían oler mi tímidez y seguí siendo Godzilla/la gorda/la manteca/la vaca. Yo, que lo que quería era ser politólogo, aprendí sobre DDHH, me refugié en otros amigos monstruos, en profesores monstruos y en compañeros monstruos y superé, no sin llorar, el camino hasta el Aula Magna.

Luego en el trabajo me sentí mejor. Con sus altos y  bajos, gorda y todo  -aunque de acuerdo al consenso general yo debía ser torpe, holgazana, estúpida e ignorante, resulta que NO LO SOY, DE HECHO SOY TODO LO CONTRARIO- me he tropezado con monstruos voladores que derriten la discriminación a fuerza de puro sarcasmo y trabajo duro. 

El asunto por el cual escribo esta nota es que, éste monstruo también quiere escribir cuentos, por lo cual decidió inscribirse en un reconocido instituto de creatividad literaria, con el fin de pulirse las garras  y acabar con Tokio, en la pura letra claro está.

Y uno creería que un grupo de intelectuales sensibles, amantes de la literatura, me aceptarían en mi condición de lagarto mutante, pero NO. Durante la última clase fui expuesta y puesta en burla por una compañera/poetisa/tallerista (aunque vaya usted a saber si en el alma de un verdadero poeta hay espacio para tal bajeza de espíritu) que, antes de valorar mis letras, prefirió hablar de mis kilos en el aula a fin de mofarse y desacreditar mi trabajo.

Sintiendo que había vuelto al colegio, aunque ya casi piso los 30, esperé que el profesor actuara pero no hizo nada. Se quedó suspendido en el minuto que me tomó decidir que había llegado el momento de convertirme en Godzilla de verdad-verdad y ponerle coto a la humillación pública que sufrí. 

¿Por qué la discriminación germina en los salones de clase? Creo que se debe en gran parte a que los profesores (afortunadamente no todos) respaldan éste comportamiento a través de la escasa o nula importancia, que le otorgan al acoso que los compañeritos tienen contra: del cuatro ojos-del negro-del bembóm-del limpio- del pelo malo- del rarito- de la machorra y cómo no, del gordo, ese niño que se traga las donas para endulzar el maltrato de los demás.

Aquella poetisa, no mucho menos gorda que yo, creció en el mismo ambiente y en vez de luchar contra la obesofobia, prefiere negar su propia imagen y cargar en contra de los semejantes. Es tan intolerante que no se tolera a sí misma. Pero yo, que creo en que a pesar de mi talla sigo mereciendo el respeto que merece cualquier ser humano, reinvindico el espacio que ocupo en este mundo, aunque mi parcela sea un poco más grande que la de otros. En fin...

Soy un monstruo verde y no tolero la intolerancia. 


Atentamente: Nataly Urbáez/Godzuki @NatyUrbaez


Si eres padre, madre, hermano, amigo o tú mismo eres un "monstruo", 

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martes, 25 de octubre de 2011

Los vecinos

¿Y si hay un terremoto y ese edificio se cae? Pregunté cuando pequeña, ¿y si los que nos caemos somos nosotros? ¿Y si el edificio entero termina por convertirse en chola, y cae sobre el barrio aplastando casitas y casitas, como  si fuesen cucarachas? Peor ¿Cómo se sentirá ser una cucaracha?
Por Nataly Urbáez
Aquellos muebles grises eran mis favoritos, pues su tela rugosa era un placer carrasposo que yo dejaba colar a propósito entre los dedos de mis pies, por la cara, en el tabique de la nariz. Con esa textura iba haciéndome rasponcitos que disfrutaba en silencio. Por las noches, me acostaba bocabajo con las piernas y los pies descubiertos, a punto de convertirme en gato intentaba descifrar qué nos acechaba tras la rendija de la puerta, quién podía treparse por la ventana, escabullirse entre las rejas y asfixiarnos con la almohada.  Todo, porque desde aquellos muebles, se podía ver el patio.
Con el tiempo, cuando alcancé a mirar por mis propios medios, asomarme hasta más allá del patio, hasta el barrio, se convirtió en rutina. Porque mi edificio, como todos los edificios vecinos, están ubicados como suicidas, al borde de un precipicio en el que no tardaron en pulular los ranchitos. Yo los miraba, entre esperar el ascensor o las comiquitas, y mientras todo el mundo en las noticias hablaba de lo mal que se estaba ahí, yo veía que si querían escuchar música, juntaban 15 cornetas en la redoma y le daban play. Que si querían darse un baño, manguera en mano y en pantaletas se montaban en la platabanda y-agárrate-mamita-que-esto-es-mejor-que- ir-pa’-Turiamo. Vi que disfrutaban de todas las pelotas que nadie jamás se atrevió a buscar.
Entre aquellos edificios y nuestras torres grises, cabía un mundo entero lleno de libertades, árboles de mango y perros al que yo nunca me he aventurado pues, aunque queda justo enfrente, aunque quise sacarle fotos al árbol talado, aunque fueran vecinos, nadie quiso explicarme cómo entrar. Me conformé entonces con mirarlo y atesorar, como un dije, una bala inconclusa que se había hecho camino hasta el patio.
Aquella tarde, que era como las de los noventas, pero ayer, jugábamos cartas -porque antes de los pelos, del internet y de los novios, eso era lo que hacíamos-  hasta que el grito nos detuvo. En la terraza del edificio de enfrente –salón de fiesta improvisado para las quinceañeras más atrevidas- un hombre gordo sin camisa se paseaba con un niño en brazos por la cornisa.
El viento, una cerveza, quizás la suerte, hizo que aquél hombre quedara colgando con el niño en la otra mano. Más gritos, viene corriendo un segundo hombre sin camisa que intenta recoger al bebé. No lo logra, es torpe, y en su testarudez apenas alcanza a persignarse en la caída, escuchamos su cráneo reventando contra el cemento, hace ¡crick!. Le sigue el niño que se resquebraja en el patio como una cáscara. El hombre gordo llega en tercer lugar sin que nadie a lo escuche o lo lamente.
Las pequeñas gotitas de sangre que salpicaron nuestras narices, fueron menos desconcertantes que la sobremesa. Inmediatamente estuvimos todos mezclados en el patio sin saber qué hacer, con quién hablar o con quién no hacerlo. Reporteros, familiares, chismosos y  ladrones vinieron de todas partes y, antes de poder negarnos, los Oficiales de seguridad habían resuelto colocar los cadáveres en nuestra casa hasta que llegara la ambulancia. Sin saber  qué hacer, corrí hasta la cocina para preguntarle a mi papá qué haría él y sonriendo me dijo “No lo sé, de verdad que no lo sé, esto tienes que resolverlo tú, ¿tú no eres quien los mira?”, giré para impedirlo pero era tarde, los pedazos restantes ya sangraban en mi comedor. Con prisa arrastré los restos para encerrarlos en el cuarto, pasé la cerradura y les grite a los guardias:
-¿Por qué traen a éstos para acá? ¡Llévenselos! No queremos esto en la casa.
-¡No señora! Estos cuerpos tienen que quedarse acá hasta que llegue una comisión forense. Lo que pasó no fue por accidente, eran los azotes del barrio y esa gente los quería muertos. Si nos los llevamos nos matan a nosotros...
-Pero ¿entonces qué tengo que hacer? pregunté
-Quién los haya matado volverá para comprobarlo.  Me cortaron el reclamo y se fueron.
Sorprendida con la respuesta, abrí la puerta y encontré que ahora las camillas estaban vacías, más allá, la ventana abierta retrataba el Ávila... temerosa, di un paso adentro para cerrarla, pero él, colocándose detrás de mí, me tapó la boca y susurró “yo también te he visto”, se escuchó un leve !crick! y ya no pude mirarlo más.

domingo, 31 de julio de 2011

La primera

He perdido muchas cosas. Dejé atrás la puerta de la casa de mis abuelos.
Dejé atrás el jugo de guayaba
Las coronaciones de la virgen
Y te fuiste tú
Yo, por supuesto, pensé que dejarte era una invitación.
Pensé como tú que era una oportunidad.
Pero hoy, que vi que a mi mamá le faltaban dos dientes en la sonrisa si tú no estás.
Que mi hermana mayor no es la mayor si tú no estás.
que mi papá no se ríe tanto como si estuvieras tú.
entendí que chile es más lejos que las distancias
comprendí de esas estupideces que uno cuando pequeño cree que son importantes,
Hoy no estabas tú y todos nos miramos diciendo: te quiero.
que uno no está completo si no es el tercero, o el cuarto o el octavo, si tú no estás.

Cómprate un perro haz el favor.

jueves, 16 de junio de 2011

El placer de mecerse


Mecerse es rico. Mi abuelo, cuando se sienta en la mecedora a leer el periódico, empieza por carraspear, pero en vez de cantar zarandea las hojas, enderezando de un solo golpe todas esas rayitas, colores y cuadraditos que le hacen encoger de hombros, mirar extraviado o reirse, incluso todo a la vez. De pronto, sus arrugas se le agolpan en la boca y comienza a roncar. Ahí es cuando yo aprovecho para meterle un dedito en la oreja y echar a correr. Aunque siempre me alcanza.

Mi abuela, en cambio, aprovecha para mecerse cuando me levanta igual que a un trofeo después de haber exterminado juntas a la última hormiguita de la cocina. ¡Pobres hormiguitas! No tenían la culpa de mis zapatos nuevos. Ella, cuando quiere ver televisión en “sana paz”, aquellas cosas que por chiquita no puedo (como su pintura de uñas roja o sus collares bellos y la tierra de las matas) me dice: ¡mánonos! y viene y me lleva de la mano hacia la cama, me estampa un tetero en la boca y me mece dándome golpecitos en la espalda. Yo me voy, me voy resistiendo hasta que me apago, hasta que todo mi cuerpo se va de lado, y mi boca, casi lanzando un beso, se entreabre renunciando a chupar.

A mi papá creo que lo duermen igual que a mi. No puede estar de pie ni cinco minutos sin mecerse. Como un porfiado, se va hacia el frente, luego, con calma, se va hacia atrás, cuando por poquitico se cae, vuelve de nuevo hacia mi, luego, de nuevo, hacia allá. Finalmente su cabeza también cae a un lado y se duerme. Ahí dejo de llorar y lo dejo irse a descansar, aunque yo creo que, en realidad, se va a dormir.

Aquél día, volvíamos de la playa. Él llevaba sus shorts rojos brillantes a juego con el chevette. Yo, escondida del cansancio en sus brazos,  me despedía de la arena que no logró venirse con nosotros, y desde la quemada pecosa en su hombro lo escuché decir: ¡pobre morrocoy!

Dos o tres pasos después, lo vi.  Redondo, con sus cuatro patas hacia arriba, el morrocoy se mecía de un lado al otro, alargando el cuello, buscando ponerse cómodo; aquella peña se arrullaba para poder dormir, ¿qué tenía de malo un morrocoy con sueño? Yo también disfruto de una siesta pensé y, entrecerrando los ojos, fuimos perdiendo a aquél morrocoy y a esos dos señores que le rodeaban, tan preocupados de sus ollas, de la humedad, concentrados en invocar al fuego por medio de sus camisas y su baile bondadoso de pantalón arremangado, que no repararon en nosotros ni en la suplicante falta de almohada de aquél morrocoy. A lo lejos, sólo se le oía cantar.

N.C.U.C. 

martes, 7 de junio de 2011

Nudos más, nudos menos

No puedo contigo, con nosotros
me enseñaste los dientes, tus alas rotas,
y las quise, como a ti, sobre mí.
Dejé que desvistieras mi cuerpo con calma
contagiándome de histeria, de ausencia.

Sembraste juntos el placer y el miedo,
mientras yo, equivocadamente, te ayudé. 
Envanecida te dejé ponernos fecha, 
y que tus pies se convirtieran en los míos.

Ahora eres mi más grande censura,
siempre infiltrado en cada copa, en cada amigo,
en las aceleraciones cardíacas, en lo que vendrá...
te he encontrado espiándome en el despertador
en los abrazos de buenos días que no son tuyos.

No puedo contigo, con nosotros y la canción
a la que nos entregamos haciéndonos nudos
porque tú, justamente tú, me faltas,
como la cordura, porque yo lo quise así.





domingo, 22 de mayo de 2011

Canción de cuna

Lo importante es dejarlo dormir.
Anestesiado, no puede romperlo todo.
Manténlo así, abrigado, con manos atadas
evitarás que arañe su rostro o te aparte de él.

Es necesario mantener el silencio,
velarlo con calma, como si fuese un engaño,
hacerle perder entre almohadas, los efectos del cariño
o te morderá con rabia por extraviado.

Hay que arrullarlo sabiendo que no quiere abrir los ojos,
acurrucarlo en sollozos si es necesario,
y darle un beso de buenas noches,
para luego dejarlo caer.

martes, 12 de abril de 2011

Un héroe como yuri

Para la historia del hombre, el recuento de aquellos considerados admirables, sería infinito de no ser por el empeño humano en sobrevivir. Es en el instinto de supervivencia en el cual subyace la pérdida de la heroicidad, del coraje, de la unicidad, pues, programados para cometer errores, dejamos que la naturaleza se apodere de aquél momento irrepetible en el que ni siquiera las estrellas, o las supernovas, o los agujeros negros pudieron tocarnos y regresamos a la tierra sin entender, que con ello también nos resignábamos a despedirnos de la superhumanidad, si es que tal cosa pueda ser, de los astros y de la eternidad. Regresando a casa les recordamos a los demás que seguimos siendo iguales a ellos, peor aún, les demostramos que somos incapaces de vivir como el héroe que fuimos esa sola vez.