martes, 25 de octubre de 2011

Los vecinos

¿Y si hay un terremoto y ese edificio se cae? Pregunté cuando pequeña, ¿y si los que nos caemos somos nosotros? ¿Y si el edificio entero termina por convertirse en chola, y cae sobre el barrio aplastando casitas y casitas, como  si fuesen cucarachas? Peor ¿Cómo se sentirá ser una cucaracha?
Por Nataly Urbáez
Aquellos muebles grises eran mis favoritos, pues su tela rugosa era un placer carrasposo que yo dejaba colar a propósito entre los dedos de mis pies, por la cara, en el tabique de la nariz. Con esa textura iba haciéndome rasponcitos que disfrutaba en silencio. Por las noches, me acostaba bocabajo con las piernas y los pies descubiertos, a punto de convertirme en gato intentaba descifrar qué nos acechaba tras la rendija de la puerta, quién podía treparse por la ventana, escabullirse entre las rejas y asfixiarnos con la almohada.  Todo, porque desde aquellos muebles, se podía ver el patio.
Con el tiempo, cuando alcancé a mirar por mis propios medios, asomarme hasta más allá del patio, hasta el barrio, se convirtió en rutina. Porque mi edificio, como todos los edificios vecinos, están ubicados como suicidas, al borde de un precipicio en el que no tardaron en pulular los ranchitos. Yo los miraba, entre esperar el ascensor o las comiquitas, y mientras todo el mundo en las noticias hablaba de lo mal que se estaba ahí, yo veía que si querían escuchar música, juntaban 15 cornetas en la redoma y le daban play. Que si querían darse un baño, manguera en mano y en pantaletas se montaban en la platabanda y-agárrate-mamita-que-esto-es-mejor-que- ir-pa’-Turiamo. Vi que disfrutaban de todas las pelotas que nadie jamás se atrevió a buscar.
Entre aquellos edificios y nuestras torres grises, cabía un mundo entero lleno de libertades, árboles de mango y perros al que yo nunca me he aventurado pues, aunque queda justo enfrente, aunque quise sacarle fotos al árbol talado, aunque fueran vecinos, nadie quiso explicarme cómo entrar. Me conformé entonces con mirarlo y atesorar, como un dije, una bala inconclusa que se había hecho camino hasta el patio.
Aquella tarde, que era como las de los noventas, pero ayer, jugábamos cartas -porque antes de los pelos, del internet y de los novios, eso era lo que hacíamos-  hasta que el grito nos detuvo. En la terraza del edificio de enfrente –salón de fiesta improvisado para las quinceañeras más atrevidas- un hombre gordo sin camisa se paseaba con un niño en brazos por la cornisa.
El viento, una cerveza, quizás la suerte, hizo que aquél hombre quedara colgando con el niño en la otra mano. Más gritos, viene corriendo un segundo hombre sin camisa que intenta recoger al bebé. No lo logra, es torpe, y en su testarudez apenas alcanza a persignarse en la caída, escuchamos su cráneo reventando contra el cemento, hace ¡crick!. Le sigue el niño que se resquebraja en el patio como una cáscara. El hombre gordo llega en tercer lugar sin que nadie a lo escuche o lo lamente.
Las pequeñas gotitas de sangre que salpicaron nuestras narices, fueron menos desconcertantes que la sobremesa. Inmediatamente estuvimos todos mezclados en el patio sin saber qué hacer, con quién hablar o con quién no hacerlo. Reporteros, familiares, chismosos y  ladrones vinieron de todas partes y, antes de poder negarnos, los Oficiales de seguridad habían resuelto colocar los cadáveres en nuestra casa hasta que llegara la ambulancia. Sin saber  qué hacer, corrí hasta la cocina para preguntarle a mi papá qué haría él y sonriendo me dijo “No lo sé, de verdad que no lo sé, esto tienes que resolverlo tú, ¿tú no eres quien los mira?”, giré para impedirlo pero era tarde, los pedazos restantes ya sangraban en mi comedor. Con prisa arrastré los restos para encerrarlos en el cuarto, pasé la cerradura y les grite a los guardias:
-¿Por qué traen a éstos para acá? ¡Llévenselos! No queremos esto en la casa.
-¡No señora! Estos cuerpos tienen que quedarse acá hasta que llegue una comisión forense. Lo que pasó no fue por accidente, eran los azotes del barrio y esa gente los quería muertos. Si nos los llevamos nos matan a nosotros...
-Pero ¿entonces qué tengo que hacer? pregunté
-Quién los haya matado volverá para comprobarlo.  Me cortaron el reclamo y se fueron.
Sorprendida con la respuesta, abrí la puerta y encontré que ahora las camillas estaban vacías, más allá, la ventana abierta retrataba el Ávila... temerosa, di un paso adentro para cerrarla, pero él, colocándose detrás de mí, me tapó la boca y susurró “yo también te he visto”, se escuchó un leve !crick! y ya no pude mirarlo más.